La distinción clara entre las palabras y las cosas es un producto tardío del espíritu humano. En la cosmovisión de la humanidad primitiva, el nombre forma parte del ser de los objetos, quizá del alma, y sólo una cuidadosa protección puede alejarlo del peligro acechante. El fetichismo de la palabra logró sobrevivir en la época histórica: "La deidad guardiana de Roma tenía un nombre incomunicable; y en algunas zonas de Grecia antigua, los nombres sagrados de los dioses eran grabados en láminas de plomo que se arrojaban al mar, con el fin de protegerlos contra la profanación”.
Observa un autor que los indios norteamericanos "consideran su nombre como una parte definida de su personalidad, a igual título que sus ojos y sus dientes, y creen que el manejo malintencionado de su nombre puede causarles tanto daño como una herida en cualquier sitio del cuerpo”. Se debe a esta creencia que muchos salvajes se esfuercen ocultar por sus nombres, para evitar las operaciones mágicas de sus enemigos. Los cafres nos han Iegado una ilustración pintoresca de esta concepción semántica primitiva. Creían que el carácter de un individuo es modificable mediante el uso mágico de su nombre. Para modificar el carácter de un ladrón y convertirlo en un hombre honesto, la receta es la siguiente: se grita su nombre sobre un puchero con agua hirviendo y con “medicina”, se tapa el puchero y se deja el nombre macerándose durante siete días (J. G. Frazer, La Rama Dorada).
sábado, 1 de agosto de 2015
De eso no se habla
La demanda de la política de ocultar el atraso cambiario, como si no mencionarlo fuera a evitar sus efectos, me hizo acordar a estos párrafos del filósofo Thomas Moro Simpson en ese libro fenomenal que es Formas lógicas, Realidad y Significado:
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