Aunque no batió el
record –Chávez se explayó la última vez por espacio de nueve horas, siguiendo
una larga tradición caribeña inaugurada por Fidel- CFK se tomó algo más de tres
en su discurso de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso el pasado 1
de marzo. Cualquiera podría pensar que un mandatario que habla durante
semejante lapso tiene, en verdad, mucho para decir. Y tal vez así sea. No es mi
intención aquí ponerlo en duda. Tampoco establecer una estéril comparación con
Cicerón ni poner en tela de juicio las aparentes dotes oratorias de la
presidenta; ni escrutar la íntima opinión que una filípica semejante revela, en
realidad, sobre la inteligencia de su auditorio. Ni siquiera pretendo dedicarme
a discutir la exactitud de las cifras y “estadísticas” que, sobre diferentes
aspectos de la realidad económica y social, volcó en la primera mitad de su
alocución (le dejo, en todo caso, ese imprescindible y apasionante trabajo a
otros colegas, interesados en la peculiar cartografía que, en este país,
delimita la frontera entre ficción y realidad).
Más bien, lo que me
interesa es referirme a lo que –seguramente no por falta de tiempo- se mencionó
apenas de soslayo el jueves pasado y a lo que deliberadamente se omitió. Ya se
sabe: no hay que ser un fanático freudiano para intuir que muchas veces lo “no
dicho” revela más que una avalancha de palabras o que un lapsus linguae es info rmativo
de las motivaciones ocultas que salen a luz cuando involuntariamente, por
fatiga o déficit de atención (¡¡¡no es para menos después de tanto
esfuerzo!!!), se relajan las represiones conscientes del expositor.
En efecto, si
alguno, CFK sólo efectuó un anuncio relevante en su discurso ante el
Parlamento. Tal como ella anticipó, el Poder Ejecutivo remitió al Legislativo,
horas después, un proyecto de reforma de la Carta Orgánica del BCRA. La
presidenta apenas se detuvo en los detalles del proyecto y, mucho menos, en sus
motivaciones profundas, aunque alcanzó a decir que “(hay que promover) un BCRA que no esté reducido únicamente a
preservar la estabilidad monetaria, sino que esté también preservando la estabilidad
fiscal, que esté preservando el valor de la producción, la economía real …no tampoco para hacer cualquier
zafarrancho. Por eso se mantiene la independencia de cualquier instrucción
que pueda darle el Gobierno Central (subrayados nuestros).
Estabilidad monetaria e inestabilidad fiscal
Llama la atención
que CFK se haya referido a la “estabilidad fiscal” como objetivo de la acción
de la autoridad monetaria (algo, en principio, bastante “heterodoxo” entre las típicas atribuciones
de un Banco Central). En un primer momento, quienes escuchamos tal mención en
el discurso llegamos a pensar que, tal vez, lo que se había querido decir
refería, de manera poco convencional, a una reafirmación del principio de
“dominancia monetaria”. Como se sabe, dicho principio organiza un modo factible
en que, bajo un régimen de coordinación dado entre ambas ramas de la política
macroeconómica, pueden interactuar la autoridad monetaria y el fisco. En un
esquema de ese tipo, en oposición a uno de “dominancia fiscal”, es el BCRA
quien “juega primero” y define, en función de sus objetivos nominales, el monto
de señoreaje que, en todo caso, estará disponible para el financiamiento
intertemporal del fisco. (Bien concebida, a eso debería referirse finalmente la
necesidad de independencia de la banca central y no como maliciosamente busca
sugerir la opinión K “bienpensante”, a una “completa ausencia de coordinación
entre ambas políticas”).Como la política monetaria tiene aquí un rol “activo”
definiendo el financiamiento disponible para el pago de la deuda pública, el
fisco debe ajustarse “pasivamente” a dicha restricción de recursos. Para ello
debe efectuar los ajustes necesarios en su balance de impuestos/gastos (vgr.
“arriba de la línea”) con vistas a cumplir con su restricción intertemporal de
presupuesto (aunque en el corto plazo pueda, por cierto, acudir
transitoriamente a la refinanciación de sus pasivos en el mercado de deuda).
Por el contrario, la inversión de este principio en un esquema de “dominancia
fiscal” -es aquí la
Tesorería quien define en forma “autónoma” su resultado y el
Banco Central el que se ve obligada a convalidar “pasivamente” dichas
decisiones, proveyendo al financiamiento monetario de las obligaciones
financieras del gobierno- es lo que ha llevado en el pasado a los
“zafarranchos” a los que se refería CFK.
Por ello, a quienes
nos sorprendió gratamente la curiosa referencia, quisimos inicialmente suponer
que la mención a la “estabilidad fiscal” era una saludable ratificación del
principio de “dominancia monetaria”, en el sentido de que ésta era la que
ayudaba indirectamente a la “estabilidad financiera” del fisco, generando los
incentivos adecuados para que el gobierno equilibrara sus cuentas. Pero no es difícil entrever que dicha
interpretación es errónea en tanto choca con lo que ya ha venido ocurriendo, de facto, en los dos últimos años cuando
el BCRA a través de diferentes mecanismos se transformó en el proveedor de más
de las tres cuartas partes de las necesidades de financiamiento del gobierno
argentino.
¿A qué podría
referirse, entonces, la presidenta cuando hizo mención a la necesidad de que el
Banco Central se hiciera cargo de la “estabilidad fiscal”? Caben, al respecto,
dos conjeturas, una benévola (y bien intencionada) y una mal intencionada (y, a
nuestro juicio desgraciadamente, más realista): 1) que se trate de un
comprensible error en la exposición de un prolongado discurso no leído y que,
en realidad, haya querido decir “estabilidad financiera”, tal como podría
deducirse de una lectura más atenta de los considerandos del proyecto de
ley (de paso, ¿por que entonces no lee,
de tanto en tanto, su discurso si ahora le toca administrar y hace ya tiempo
que abandonó la silla parlamentaria, más proclive a la diatriba y a las
afirmaciones inflamadas sin mayores consecuencias prácticas?);
2) que se trate
efectivamente de un verdadero lapsus que
revele una de las principales
intenciones no declaradas de la reforma en cuestión. Vale decir, la de
profundizar el financiamiento monetario de un desequilibrio de las cuentas
públicas cada vez más pronunciado. Bien medido, desde 2005 a la fecha y a pesar de
un contexto cíclico ampliamente favorable, se ha producido un deterioro de más
de ocho puntos del PIB en el resultado primario. El auxilio del BCRA evitaría así
la inestabilidad
inmediata de un fisco desprovisto desde hace un quinquenio de todo acceso al
crédito voluntario. Ello pese a contar, luego de la reestructuración de la
deuda, con necesidades de financiamiento históricamente insignificantes.
Puede argüirse,
como hicieron algunos colegas en ocasión de la crisis institucional que dio
lugar a inicios de 2010 a
la constitución del denominado Fondo de Desendeudamiento (un eufemismo para
referirse, en realidad, al uso de reservas internacionales para financiar el
gasto público, dado que el dinero es fungible) que ningún gobierno “va a al default por preservar la independencia
de su Banco Central”. Con igual lógica, se podría decir hoy que el pago de la
deuda con reservas es una alternativa financieramente mucho más barata que las
tasas “usurarias” que los mercados podrían cobrarle al país en la eventualidad
de que éste intentara en la actualidad refinanciar sus vencimientos en los
mercados de crédito voluntario. Eso es, sin duda, cierto, especialmente si el
mercado de crédito se encuentra racionado por razones fuera del control de las
autoridades. En tal caso, el acceso a dichos recursos (si éstos estuviesen
efectivamente disponibles) podría facilitar la transición hasta que las
condiciones financieras se normalizaran y el fisco encarara las acciones
correctivas “arriba de la línea” para equilibrar su presupuesto.
Pero no es ésa, en
verdad, la razón por la que ahora se opta alegremente por Guatepeor. Lo que
dicho razonamiento omite es que las tasas que el mercado fija para la deuda del
país comenzaron a elevarse en forma sistemática a partir de 2007 cuando el
riesgo argentino se situaba por debajo del de Brasil -y las autoridades
decidieron empezar a hacer cheating
con el CER, algo que naturalmente fue interpretado como un default encubierto por extraños (y propios). Por otra parte, se
omite decir que la redefinición del concepto de reservas “de libre
disponibilidad” sólo sirvió, en la práctica, para relajar la restricción
presupuestaria del gobierno en unos 16.000 millones de U$D que ya se esfumaron
(la Tesorería
no accedió a las reservas excedentes entregando pesos del superávit sino a
cambio de vulgares “pagadioses”). Pero sobre todo se intenta ocultar que, ahora,
se va por mucho más.
El proyecto de ley
En efecto, en su
título II, el proyecto de ley en cuestión vuelve a redefinir la mencionada
categoría de reservas de “libre disponibilidad” o “excedentes”, esta vez para
desvincular por completo dicho concepto de relación alguna con los agregados
monetarios internos. Vagamente, en el reformado artículo 14 de la nueva Carta
Orgánica propuesta se establece en el inciso q) que el Directorio del BCRA
determinará el nivel de reservas “necesarias para la ejecución de la política
cambiaria, tomando en consideración la evolución de las cuentas externas” y, en
la reforma propuesta del artículo 6 de la ley de Convertibilidad, las reservas
que excedan ese inespecificado nivel se considerarán a partir de ahora de
“libre disponibilidad” y no más “prenda común de la base monetaria”. Se dirá,
con razón, que es ésa una rémora del esquema de caja de conversión y que, en ausencia
de un tipo de cambio fijo establecido por ley, la noción de que las reservas
internacionales deban guardar una relación estricta con los agregados
monetarios internos carece de sustento. De hecho, bajo un régimen de tipo de
cambio de flotación (aunque ésta sea sucia), aún un solo dólar de reserva puede
“alcanzar” para “respaldar” toda la base monetaria (cabe convenir, eso sí, que
a un tipo de cambio “administrado” bastante elevado).
De ser el único,
ése no sería, entonces, un defecto insalvable del cambio propuesto en la
normativa que regula la actividad de la autoridad monetaria. Pero la caja de
Pandora se abre definitivamente, si se combina dicha novedad con: 1) la
decisión de eliminar aquellos párrafos del artículo 3 que establecían
taxativamente la necesidad de que el BCRA diera a conocimiento su programa
monetario anual y una meta inflacionaria que sirviese como ancla nominal de las
expectativas del público; 2) la nueva redacción del inciso b) del reformado
artículo 4 que le confiere la potestad de “regular y orientar el crédito” en
“términos de plazos, tasas de interés…así como orientar su destino por medio de
exigencias de reserva, encajes diferenciales u otros medios apropiados
(como establece el nuevo inciso r del artículo 14); y 3) especialmente, la
reforma del ya potencialmente peligroso inciso f) del artículo 17 de la actual
Carta Orgánica (una “innovación” introducida en la emergencia financiera de
2002 y que, en todo caso, debió ser sólo temporaria), que establece la
posibilidad de que se concedan adelantos sin límite patrimonial a las entidades
financieras con cesión de activos o garantías públicas para fines no asociados
con situaciones de iliquidez transitoria. Ese inciso es el que permitió
instrumentar la denominada línea de créditos del Bicentenario y ahora se
estipula que tales adelantos –con requisitos muy relajados de garantías- podrán
concederse para “estimular la oferta de crédito a mediano y largo plazo
destinada la inversión productiva”, lo que transforma prácticamente al BCRA en
una suerte de banco comercial (por supuesto, con poder monopólico, inexistente
regulación, capacidad de crédito formalmente ilimitada, escasos incentivos para
evaluar adecuadamente los riesgos y, por lo tanto, con pérdidas aseguradas a
cargo de los contribuyentes).
De manera casi
cómica –si no fuese dramático el problema que nos ocupa- los considerando del
proyecto inscriben los “nuevos” arreglos institucionales propuestos en los
antecedentes locales (sic) previos a la reforma de la Carta Orgánica de
1992 y se condena la “pérdida de soberanía monetaria y cambiaria” que supuso la
adopción del régimen de Convertibilidad, confundiendo ostensiblemente causas
con efectos. Obviamente, se podría argumentar que lo relevante es siempre la
conducta de facto de la autoridad monetaria (y, más en general, del
conjunto de la política macroeconómica) y que por ejemplo muchas de las
restricciones normativas hasta ahora existentes no han impedido, en su momento,
la ocurrencia de graves disrupciones financieras y el propio colapso del
insostenible régimen de Convertibilidad. Pero resulta cuanto menos una ofensa a
la inteligencia sugerir, como se hace repetidamente en los considerandos, que
las reformas propuestas se inspiran en la “experiencia internacional”, citando
los casos de numerosos países avanzados y de economías de mercados emergentes
que en los últimos años han reformado también las cartas orgánicas de sus
bancos centrales. Antes que la introducción de las “mejores prácticas
internacionales” en la cuestión, lo que esta verdadera involución institucional
supone, al sancionar la reapertura de numerosos grifos de emisión, nuevos
mecanismos de financiamiento al fisco y la “recuperación del rol histórico (del
BCRA) en la promoción del crédito productivo” es retrotraernos a nuestros
penosos antecedentes en la materia. Argentina, como se sabe, ostenta un triste
récord histórico de alta inflación, inestabilidad monetaria pronunciada y, en
consecuencia, un patético nivel de desintermediación financiera si se atiende a
su grado de desarrollo relativo.
Objetivos múltiples
Puede discutirse,
por cierto, la necesidad o conveniencia de que un Banco Central disponga de
objetivos múltiples para guiar su accionar e intervención en la economía, tal
como el proyecto argumenta que está ocurriendo en el plano internacional. Pero
ello depende, siempre, del contexto histórico y de la problemática que cada
economía concreta enfrenta en un momento determinado.
Esquematizando, las
disrupciones en gran escala que suelen producirse en las economías de mercado
son básicamente de dos tipos bien diferentes: 1) lo que pueden denominarse
episodios monetarios disruptivos asociados al sobreendeudamiento público, la
inestabilidad nominal y la alta inflación; y 2) las crisis de excesivo
endeudamiento privado que culminan en la ruptura generalizada de contratos
financieros y en el surgimiento de fuertes presiones deflacionarias. Cada
patología requiere un tratamiento diferente y muchas veces el diseño de los
marcos institucionales está sesgado a la atención del problema que se
experimentó más recientemente (recogiendo, por así decir, las enseñanzas de la
“última batalla” pero, potencialmente, desconociendo los riesgos de incubar una
crisis de naturaleza diferente). Así, el diseño institucional y regulatorio de
la moneda y las finanzas del mundo posterior a la Gran Depresión
“inmunizaba” a las economías centrales de los riesgos inmediatos de una crisis
financiera pero se reveló incapaz de hacer frente a los problemas del
financiamiento inflacionario de las políticas de estímulo a la demanda que se
revelaron a inicios de los setenta. Del mismo modo, la introducción, en
respuesta a la stagflation, de un
foco (casi) exclusivo en el objetivo de asegurar la estabilidad monetaria y una
baja inflación (minorista) como principios rectores de la conducta de los
bancos centrales durante las últimas décadas no impidió que, en un contexto de
fuerte desregulación, se acumulasen pronunciados desbalances sistémicos que
culminaron en la grave crisis financiera que afecta todavía a la economía
mundial.
De allí los
interesantes debates que se plantean en la actualidad en la disciplina (tanto
entre los policy makers como entre
los especialistas monetarios) acerca de la conveniencia de poner o no en pie de
igualdad los objetivos de la estabilidad de precios y la estabilidad financiera
en el diseño de los marcos que guían el accionar de la banca central. Hay, como
siempre ocurre en estos casos, argumentos atendibles en favor de ambas
posiciones y, gradualmente, a medida que se aprende de las lecciones que deja
la crisis, se va arribando a un cierto consenso. De algún modo, pareciera
inevitable (y muy saludable) que los arreglos institucionales comiencen a
reflejar dichos consensos y que las tareas vinculadas a la estabilidad
financiera ponderen mucho más de lo que lo han hecho en el pasado inmediato en
la conducta futura de los bancos centrales. Por lo pronto, aunque no ha
ocurrido en todos los casos, la tarea de supervisión del sistema financiero,
que había tendido en general a ser desvinculada de la política monetaria, está
retornando al sitio del que probablemente nunca debiera haber salido. Menos
consenso hay, sin embargo, acerca de la conveniencia de que los bancos
centrales se propongan intervenir en forma deliberada para desinflar
preventivamente una burbuja u objetivos explícitos acerca de la evolución de
los precios de determinados activos financieros. Por ahora, se sigue confiando
en la regulación prudencial (aunque con un
enfoque mucho más sistémico que en el pasado reciente) como primera
“línea de defensa”, aunque tiende a aceptarse en general que, superada esta
valla, habría un rol potencialmente mucho más activo para los bancos centrales.
Pero, ¿cuál es la
relación de toda esta fascinante y entendida discusión que se plantea en el
plano internacional con lo que aquí se pretende imponer en un expeditivo trámite parlamentario, probablemente sin la
mínima consulta a los especialistas? Sencillamente, para decirlo de manera
delicada, н о т і е н
е у н
к а р а ј о ќ у є ў є р[1]. Como se vio, los
problemas que motivan actualmente el debate en los países desarrollados
refieren al caso de economías con un muy elevado grado de profundidad
crediticia, en los que se indaga acerca de la interacción (y el modo adecuado
de atenderla) entre política monetaria y desarrollos financieros[2]. Cabe conjeturar que, una
vez superada la profunda crisis en curso, el manejo monetario de los auges
futuros intente tomar en cuenta esas complejas interacciones y que los marcos
institucionales tiendan a reflejarlo. Vale decir, que haya aprendizaje y
construcción de nuevas capacidades institucionales. En ningún caso, en ninguna
de las discusiones actualmente en curso, se presume que los bancos centrales,
por atender consideraciones vinculadas con los desarrollos financieros, abandonarán de entre sus objetivos críticos la
necesidad de continuar anclando las expectativas inflacionarias del público.
De hecho, ese
anclaje por parte de las autoridades monetarias de los países centrales (y la
consecuente demanda por los pasivos que ellas emiten) ha sido la UNICA condición de posibilidad de las cruciales
acciones contracíclicas que, en medio de la tormenta, lograron evitar el
colapso del sistema financiero internacional. Sin una reputación
antiinflacionaria de las autoridades firmemente establecida esas acciones
hubieran sido, sencillamente, inefectivas e inviables, tendiendo seguramente, a
agravar el problema en lugar de atenuarlo.
Uno de los casos
más prominentes es, por supuesto, el de la FED , que ha intervenido en forma muy activa y
creativa para contrarrestar el shock financiero y al que los propositores de la
reforma de la Carta Orgánica
del BCRA refieren como caso exitoso a emular de objetivos múltiples. En efecto,
el Estatuto de la Reserva Federal
de los EEUU establece claramente que, junto con la estabilidad de precios, la autoridad
monetaria debe promover “niveles máximos de empleo” y “tasas de interés de
largo plazo moderadas”. De hecho, recientemente, el Comité de Mercado Abierto
de dicha institución se ha encargado de precisar exactamente cómo interpreta su
mandato múltiple a fin de tornar más efectiva sus acciones contracíclicas en
medio de la recesión. Sin embargo, a diferencia de lo que suelen opinar las
actuales autoridades del BCRA y de lo que pretenden promover con la reforma de
la carta orgánica, la FED
ha dejado explícitamente claro que, a su juicio, “la tasa de inflación en largo
plazo está determinada primariamente por la política monetaria” y que “el nivel
máximo de empleo está principalmente afectado por factores de naturaleza no
monetaria”. Lo que las autoridades monetarias de EEUU están recordando es que,
en tanto una política puramente nominal, la monetaria es neutral en el largo
plazo y que, en tal condición, es incapaz de afectar la evolución de las
variables reales de la economía. Puesto de otra manera, que el mejor aporte que
conciben para asegurar el pleno empleo en el largo plazo es ocuparse de
garantizar la estabilidad nominal de la economía. ¿Por qué tales aclaraciones
en este preciso momento? Porque las autoridades monetarias de EEUU son
conscientes de que los grados de libertad de que disponen para que su política
sea efectiva en el corto plazo para incidir sobre la actividad y el empleo dependen
en forma crítica de la continua credibilidad de su compromiso
antiinflacionario.
Algo muy diferente
de lo que propone la novedosa redacción del artículo 3 de la Carta Orgánica que asigna ahora
al BCRA el objetivo “múltiple” de promover “la estabilidad monetaria, la
estabilidad financiera y el desarrollo económico con equidad social”. Por las
dudas, como la nueva tarea propuesta excede en cualquier acepción concebible lo
que la política monetaria es capaz de lograr en el largo plazo, la redacción
del artículo aclara que el BCRA promoverá dichos fines “en la medida de sus
facultades”. La inclusión explícita de objetivos de desarrollo como tarea de la
política monetaria sería una formulación meramente retórica sin mayores
consecuencias sino fuese porque, en contrapartida, en toda la reforma propuesta
se elimina cualquier responsabilidad del Directorio de la institución en cuanto
al cumplimiento de meta concreta alguna. De este modo, como me indica con
agudeza un respetado colega, el accountability
de las acciones del banco será virtualmente imposible y la apelación a la meta
de objetivos múltiples un mero subterfugio para abrir la puerta a una completa
discrecionalidad monetaria. En la mejor tradición argentina, entonces, la
reforma propuesta consagra el principio de “máxima discrecionalidad y ninguna
rendición de cuentas”.
Credibilidad y flexibilidad
De más está decir,
asimismo, que esta fórmula aleja por completo a la institución de las tareas
que razonablemente sí puede alcanzar un banco central: señalizar a través de
sus acciones, comunicadas en forma clara y transparente, la evolución nominal
más probable de modo contribuir, “en la medida de lo posible” (¡¡¡nótese la
coincidencia con el nuevo artículo 3!!!) a reducir la incertidumbre del entorno
en el que tienen que operar los agentes económicos. Como antes se dijo, fueron
precisamente los bancos centrales que gozaban de una mayor credibilidad al
respecto los que pudieron en la crisis reciente intervenir en forma flexible y
más exitosa frente a la perturbación. Vale decir, los que a través de una
paciente y trabajosa construcción institucional y de una práctica consecuente
lograron mejorar los términos del dilema característico que típicamente
enfrenta la política monetaria entre credibilidad y flexibilidad.
Nada de esto es, en
sí, demasiado novedoso, aunque posiblemente deberían estudiarlo los redactores
del proyecto. La teoría económica demuestra que existen razones de peso para
que un diseño monetario óptimo atienda, de manera simultánea, a ambos tipos de
consideraciones: la necesidad de favorecer respuestas flexibles para lidiar con
shocks pronunciados y, al mismo tiempo, contar con mecanismos y reglas que
permitan disciplinar las políticas, reducir los incentivos a la laxitud y
anclar en forma creíble las expectativas del público. Lógicamente, sería
preferible no tener que enfrentar estos difíciles dilemas de política pero así
es como se presentan en la práctica. Es obvio que todo banquero central sabe
que es siempre preferible ser creíble y flexible, antes que rígido y
discrecional. El problema es cómo se logra aquella combinación óptima ¿Se lo
hace buscando atajos fáciles que decreten de
jure la reputación ipso facto de
las autoridades o se busca generar las condiciones para atenuar dichos trade offs de manera de ampliar
gradualmente el margen de maniobra de las mismas? No es difícil saber la
respuesta en el caso argentino ya que la repetida conducta oportunista de las
autoridades condujo en el pasado a un descrédito creciente en nuestra moneda, a
un dramático estrechamiento de los márgenes de maniobra de las políticas y,
finalmente, a la obligación de tener que “comprar” credibilidad a través del
apego a reglas muy estrictas que dejaban escaso o nulo margen para reaccionar a
perturbaciones exógenas.
La desafortunada odisea del peso
En efecto, décadas
de inestabilidad monetaria y alta inflación condujeron indolentemente a un
creciente repudio del peso, a su virtual ineficacia como reserva de valor y a
su rechazo para cualquier transacción que no refiriese a las operaciones
inmediatas y más rutinarias. De hecho, su virtual desaparición como unidad de
cuenta de los contratos condujo a la búsqueda de sustitutos más adecuados para
cumplir tal función y redujo a un mínimo la intermediación financiera en moneda
doméstica, con graves consecuencias para el desarrollo económico (al que, a
pesar de ello, se invoca repetidamente como móvil principal en la actual
propuesta de reforma). Al estrecharse los horizontes de decisión de los agentes
se vieron condicionadas de ese modo todas aquellas actividades que implicasen
comprometer recursos productivos y hundir capital por plazos prolongados,
dañando la inversión, la innovación y, en definitiva, la capacidad de
crecimiento[3].
La última línea de
resistencia de la economía monetaria -el régimen de alta inflación con
contratos indexados- sucumbió también a los embates de diversas perturbaciones
y shocks aceleradores de distinto tipo, internos y externos, de oferta y
demanda y de puja distributiva. Por ello resulta algo absurdo suponer que,
luego de las hiperinflaciones, alguien “decidió” abandonar la soberanía
monetaria, como se sugiere en los considerandos del proyecto de ley. En rigor,
nadie “eligió” a la
Convertibilidad ; fue “ella” la que nos “adoptó” a nosotros
(o, en todo caso, si se quiere fuimos nosotros mismos los que luego de varias
décadas nos fuimos cerrando opciones y márgenes de maniobra).
El remedio, ya se
sabe, no fue mucho mejor que la enfermedad. En lugar de servir para recuperar
gradualmente la confianza en la moneda doméstica, la posibilidad de contratar
en moneda extranjera en las relaciones financieras internas dolarizó aún más
nuestras conductas de ahorro y nos condujo a un laberinto del que sólo pudo
salirse disruptivamente cuando la economía local debió procesar una
depreciación real. De todos modos, pese a los peores pronósticos, una
conjunción de circunstancias fortuitas y no tanto (la memoria nominal de una
década de estabilidad de precios, un elevadísimo desempleo que privaba de
mecanismos de transmisión a los impulsos inflacionarios provenientes de la
devaluación, un sobreendeudamiento interno, el default de las obligaciones externas, decisiones prudentes de la
política económica en materia fiscal) evitó la huida del peso y la hiperinflación
tan temidos.
Partiendo de
horizontes de decisión muy estrechos y colapsados por la crisis, esta situación
brindó, sin embargo, una posibilidad inédita: la de recuperar muy gradualmente
la confianza en la moneda doméstica y recomponer, paso a paso, la
intermediación financiera y la estructura de contratos de la economía. Durante
unos años –hasta inicios de 2005- el proceso marchó a un ritmo aún mayor del
que podían pronosticar los más optimistas: la demanda real de pesos por motivos
transaccionales comenzó a recuperarse en forma vigorosa a medida que la
economía se reactivaba, al mismo tiempo que los depósitos retornaban al sistema
financiero (aunque sin abandonar su tradicional perfil cortoplacista). De todos
modos, aunque se había recuperado, el crédito continuaba siendo virtualmente
inexistente y la expansión se había financiado mayormente con retención de
utilidades -y algún retorno de capitales fugados al exterior. Para que el
proceso continuase, a medida que se ampliaban los horizontes de los agentes,
resultaba crítico disponer de una unidad de cuenta en la que efectuar contratos
a plazos más prolongados. Tal como había ocurrido en el caso de otras economías
de mercados emergentes, la única posibilidad en este sentido parecía residir en
la contratación en moneda doméstica indexada, lo que su vez exigía un firme
compromiso antiinflacionario de las autoridades con vistas a reducir la
incertidumbre de oferentes y tomadores potenciales de crédito.
Si así hubiese
ocurrido el régimen monetario de la postConvertibilidad podría haber comenzado
a consolidarse. Las cosas, ya se sabe, ocurrieron de un modo muy diferente.
Cuando la economía cerró su brecha de output en algún punto de 2005 las
autoridades subestimaron inicialmente las presiones inflacionarias y, en lugar
de moderar el ritmo de aumento del gasto interno, buscaron enfrentar el
problema atacando sus síntomas: reprimiendo, primero, sus incipientes
manifestaciones a través de controles administrativos sobre algunos precios
clave y, luego, de manera insólita, haciendo cheating con el IPC, mientras la política macroeconómica continuaba
con un sesgo fuertemente pro-cíclico. Esa absurda decisión marcó, en su
momento, un inadvertido punto de inflexión al dejar a la economía sin unidad de
cuenta para los contratos de largo plazo, y decretar, en la práctica, la
imposibilidad de que los horizontes continuaran alargándose, restringiendo
severamente la recuperación de la intermediación financiera y la expansión del
crédito.
El resto de la
historia está aún más fresca: restringido su acceso al crédito por el default encubierto, el gobierno buscó
hacerse de nuevas fuentes de fondos para continuar con la expansión del gasto
(reestatización de las AFJP, control de la caja del ANSES y recurso a las
reservas del BCRA), al tiempo que una política monetaria muy acomodaticia de
tasas de interés reales fuertemente negativas contribuía al marcado sesgo
pro-cíclico de la política macroeconómica y la tasa de inflación se aceleraba.
A dicha altura, las únicas anclas relevantes sobre la dinámica nominal eran el
control sobre el tipo de cambio que el BCRA podía exhibir merced a los stocks de
reservas previamente acumulados (y a los excedentes de cuenta corriente
posibilitados todavía por los muy favorables términos de intercambio) y una
creciente factura fiscal de subsidios que mantenía congeladas las tarifas de
los servicios públicos.
Dado que, en un
contexto de acelerado crecimiento de la demanda impulsado por las señales de
política, las holguras del fisco y del sector externo debían naturalmente
comenzar a agotarse, las expectativas del público comenzaron gradualmente a
registrar las inconsistencias que caracterizaban al régimen macroeconómico
vigente. En particular, creció la percepción de que la dinámica de la tasa de
inflación era incongruente con el comportamiento del tipo de cambio nominal y
que, tarde o temprano, ambas variables deberían “cointegrarse”. Ausente todo
intento oficial de que dicha cointegración ocurriese de manera benévola (con
una todavía factible convergencia de los registros inflacionarios a la moderada
tasa de devaluación), el público comenzó preventivamente a dolarizar sus
carteras, como tantas otras veces ocurrió en la historia argentina. Lo
insólito, en todo caso, era que la percepción de crecientes estrecheces
ocurriese, como consecuencia de la conducta depredadora del gobierno, en un período de clara “abundancia” para la
economía argentina (que había visto inéditamente relajada su consuetudinaria restricción
externa por el favorable contexto externo). Pese a la continua expansión
monetaria y al deseo de las autoridades de “no enfriar la economía”, las tasas
de interés internas comenzaron a reflejar el stress financiero duplicándose en
un par de semanas. Vale decir, el trabajo que no querían hacer las autoridades
comenzó a hacerlo, de mala manera, el mercado.
Fin de régimen
Ello condujo, a
fines de octubre del año pasado, a toda una serie de controles policíacos y a
la decisión de prohibir virtualmente el acceso al mercado de cambios. Consistentes
con sus típicos modus operandi, las
autoridades siguieron “fugando hacia delante” y decidieron reprimir los
desequilibrios, en lugar de reconocerlos y encararlos debidamente en su origen[4] (vgr. la tensión
inflacionaria generada por un ritmo de crecimiento del gasto interno muy
superior a la tasa de crecimiento potencial, e inducido por el conjunto de la
política económica). La decisión de encerrar a los tenedores de pesos en una suerte
de “cepo cambiario” testeó la demanda de dinero y provocó una estrafalaria
corrida bancaria en la que los depósitos en dólares cayeron alrededor de 20% (posiblemente,
la primera de su tipo, “autoinfligida” por las propias autoridades, dado que
los bancos se encuentran muy líquidos y solventes y el BCRA cuenta con menguantes,
pero todavía abundantes reservas).
Pese a que les tomó
un par de semanas, las autoridades pudieron controlar la salida de depósitos.
Pero el equilibrio alcanzado es todavía precario y la evolución de la situación
va a depender, críticamente, de la función de reacción de las propias
autoridades. Y ése, parece, es el principal problema, a juzgar no sólo por la
conducta que nos condujo hasta aquí sino por la que se empeñan en perseguir
luego de cada victoria pírrica que obtienen. Una vez “garantizada” la represión
financiera, las autoridades han comenzado a conducirse como si estuviesen
situados en el “lado bueno” del trilemma
de imposibilidad en economía abierta. Vale decir, con la posibilidad de
controlar de manera simultánea la evolución del tipo de cambio nominal y la de
los agregados monetarios internos. Es así como debe interpretarse la pretensión
de forzar una baja en las tasas de interés domésticas una vez que retornó
transitoriamente la calma al mercado de cambios a inicios de enero. Y el intento,
ahora, de eliminar las restricciones institucionales remanentes para concurrir
al financiamiento monetario del fisco y a la promoción voluntarista del
crédito.
Como toda miopía,
lo que ésta no puede ver es lo que nos espera, enseguida, a la vuelta de la
esquina. Algo parecido a lo que ocurrió con la “trampita” hecha con el IPC. Con
el cepo cambiario y la decisión de modificar la Carta Orgánica del BCRA viene a
consumarse el final de la experiencia monetaria de la post-Convertibilidad. Encerrados
por el cepo cambiario y la decisión de apropiarse definitivamente de la hoja de
balance del BCRA, la señal que acaba de recibir el público es que el gobierno
está dispuesto a cazarlo en un “gran corralito” (especialmente, si se atiende a
la decisión de derogar casi todo lo que quedaba de la ley de convertibilidad,
excepto el último mecanismo de defensa con que contarían ahora los tenedores de
pesos: la prohibición de indexar y actualizar monetariamente los contratos).Como
siempre en nuestra disciplina es arriesgado predecir una dinámica precisa, algo
particularmente aún más difícil en el caso del pronóstico de una variable tan
inestable como la demanda real de dinero. Pero creo no equivocarme si afirmo
que las decisiones recientes inauguran un significativo (para peor) cambio en
el régimen de funcionamiento macroeconómico.
Existen otros
indicios para sustentar este diagnóstico. Como antes se sugirió, hubo a inicios
de la década pasada un cambio fundamental en la configuración macroeconómica respecto
de la que caracterizó a la economía argentina desde la segunda posguerra pero,
especialmente, durante el último cuarto del siglo XX. En efecto, merced a la
reestructuración de la deuda externa, pero fundamentalmente debido al alza de
los precios internacionales de nuestros principales commodities (y a la favorable respuesta de la oferta exportable), a
inicios de los 2000 -no exactamente a partir del 25 de mayo de 2003, como gusta
decir el relato oficial, pero más o menos- se produjo un ostensible
relajamiento de la denominada restricción externa, que había condicionado
fuertemente el desempeño económico local. Una manera de ver la forma en que
operaba esta restricción es postular que, durante su vigencia, el nivel de
ingreso de “equilibrio interno” se situaba a un nivel más elevado que el de
“equilibrio externo”. Puesto de otra manera, que para alcanzar el pleno empleo
macroeconómico era antes necesario incurrir en un fuerte desbalance de pagos
externos. Con el advenimiento del nuevo siglo esta situación tendió a modificarse,
lo que posibilitó que la economía argentina creciese a un ritmo acelerado sin
incurrir en sus sistemáticos
desequilibrios de cuenta corriente.
Ausentes algunas de
las restricciones tradicionales al crecimiento, de manera algo voluntarista y
pretenciosa, el “postkeynesianismo K” pretendió transformar esta coyuntura
favorable en la base de una “nueva” doctrina: el denominado supermultiplicador
(reinterpretando respetables, pero marginales, afirmaciones de Kaldor). Algo
así como la idea de que la demanda agregada es capaz de generar siempre (y casi
instantáneamente) su propia oferta, en una curiosa inversión de la ley de Say.
Esta suerte de pensamiento mágico (casi como el pasaje de un “estado de
necesidad” y escasez a un mítico “reino de la libertad”) se aplicó a diferentes
cuestiones a medida que los problemas se presentaban. En particular, a las
tensiones generadas por el alza continua de los precios, cuya “solución
virtuosa” debería encontrarse ahora en el estímulo de la oferta vía la
inversión y no a través de las tradicionales “recetas de ajuste”. No tengo
espacio aquí (ya parezco CFK) para discutir en detalle esta “doctrina”. Baste
decir que es la propia práctica oficial de los últimos meses (Moreno dixit) la que la desmiente de manera
rotunda ¿Qué otra cosa, sino lidiar con estrecheces y restricciones de oferta
se proponen las intervenciones oficiales en el mercado de cambios y el
desquiciado intento de manejar la economía con un tablero de comando
unipersonal, promoviendo una anacrónica y suicida sustitución de importaciones accros the board? Tomen nota, muchachos:
en una economía pequeña y abierta, las divisas son parte de la restricción de
oferta. Creo que algo de eso nos enseñó, hace ya bastante tiempo, el
estructuralismo latinoamericano. Una vez más, es importante la distancia que
separa discurso de realidad.
De todas maneras,
esta dinámica no es tampoco enteramente novedosa. Al fin de cuentas todas las
sagas populistas (aunque ésta sea una de recursos “propios” algo más duraderos)
terminan más o menos igual. En todo caso, lo farsesco, diría Marx, es enfrentar
la escasez en una época de abundancia, como consecuencia de la falta de visión
y de la voracidad depredadora de las autoridades.
En su célebre “Dinero,
precios y civilización en el mundo mediterráneo” Carlo Cipolla refiere cómo en
la primera Edad Media, inmediatamente después de la caída del imperio romano,
la sociedad europea revirtió prácticamente al trueque a medida que la
inseguridad, la falta de comunicaciones y la autarquía restringían la escala de
la división del trabajo y provocaban el virtual colapso del sistema monetario
¿Anticipa algo, en tal sentido, el fin de la experiencia monetaria de la
post-Convertibilidad, las prácticas de autarquía comercial, la sustitución
forzada de importaciones, o las misiones comerciales de trueque, entre las que
sobresale el bizarro viaje de intercambio de alimentos por petróleo a Angola? ¿Estaremos
ingresando nosotros en nuestra propia Edad Oscura?
[2] Hay, por cierto, también relevantes
discusiones que involucran al manejo de la política monetaria en la economías
de mercados emergentes y que refieren a la interacción entre estabilidad de
precios, sostenibilidad externa y estructura económica .
[3] Algún observador atento podría apuntar que
esta afirmación desmiente la proposición anterior acerca de que la política
monetaria es neutral (o superneutral, como se quiera) en el largo plazo. Y
seguramente, como prueba una abundante literatura, tendrá razón.
Lamentablemente, la teoría monetaria no tiene todavía un conjunto de teoremas
capaces de responderle en forma eficaz. En todo caso, lo mejor que puede
decirse a tal objeción es que “siempre es más fácil destruir un orden que
edificarlo”.
[4] Nota bene
para “heterodoxos”: la teoría económica recomienda intervenir cuando los
mercados exhiben alguna falla ostensible en su operatoria; no cuando la
evolución del mercado está señalando adecuadamente la existencia de una
inconsistencia en los planes de oferentes y demandantes. En tal caso, reprimir
el desequilibrio, sólo puede conducir a su grosera acentuación.
¿Cuál es la fuente en que se publicó, si acaso, éste artículo?
ResponderBorrarAlgo de contexto sobre el autor no vendría mal, ...sí, sí, se que no importa quien lo dice si lo que dice esta argumentado y fundamentado en evidencia...
Más allá del buen contenido del libelo, me molesta un poco la interjección de palabras en inglés. Será deformación profesional (soy leguleyo) o envidia, ya que lo que el nombre de la rosa implica no es parejo para todos.
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